Ocurrió en septiembre del 2015 durante mi Magisterio, esa etapa intermedia en la formación jesuita. Mi provincial me había enviado como maestro y capellán a Saint Joseph's Prep en Filadelfia, un colegio jesuita al nivel de High School donde pasé dos años increíbles. Ese septiembre era especial, porque el mismísimo Papa estaba en Filadelfia, mi ciudad natal. Miembros del colegio estábamos organizando "2Philly4Francis," una jornada espiritual que coincidiría con la visita del Papa Francisco a esa ciudad. Colaboré muchos meses con un equipo de voluntarios (estudiantes y adultos) haciendo preparativos para un evento de 5 días que incluiría oración, presentaciones, y discusiones en grupo para más de 400 adolescentes provenientes de 43 colegios jesuitas. Confiábamos que habría varias oportunidades de ver a distancia a su santidad el Papa.
A pesar de tener mucha experiencia con mi ministerio en el colegio, me encontraba nervioso y no podía casi dormir en los días y semanas previos al evento. Algunos de esos adolescentes estaban viajando a través del continente para asistir a nuestra jornada espiritual. Me preguntaba,
¿es esto verdaderamente lo que Dios nos está pidiendo? ¿Qué tal si nos equivocamos al hacerlo? ¿Cómo ayudará nuestro evento a estos adolescentes a responder al llamado del Papa al
Encuentro - a
encontrarse el uno con el otro?
De acuerdo a mi experiencia, a los adolescentes les encantan las barreras. Todos las construimos. Las barreras nos hacen sentir “seguros y protegidos” y nos dan “control” sobre las cosas para no sentirnos vulnerables o tener que enfrentar cambios. Las barreras, evitando encuentros verdaderos, producen solo interacciones superficiales o incluso nos aíslan de toda interacción si así lo deseamos.
Sin embargo, para discernir realmente la voluntad de Dios debemos mostrarnos vulnerable ante Él derribando esas barreras que cuidadosamente hemos construido. Debemos permitir que Dios, que es todo Amor, mire a lo más profundo y verdadero de nuestro ser. Dios habla a lo más profundo de nuestros corazones, y es allí donde la voz de Dios se escucha más claramente.
Regresando al principio de nuestro relato, después de unos minutos interminables el Papa Francisco finalmente nos escuchó. Giró lentamente en nuestra dirección, nos regaló con su sonrisa, y con la mano extendida, nos dio su bendición. Mientras el grupo aplaudía, con lágrimas de felicidad noté que mis barreras se habían derribado; que esa tarde me había encontrado con Dios mismo y lo había oído susurrarle a mi propio corazón:
que bueno que estamos aquí.